domingo, agosto 11, 2013

EDICIÓN AGOSTO 2013




*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
 
 
 
 
 
 
 
SÓLO VIENTO Y CENIZAS.*
 
 
 
Algo ocurrió en la orilla de la angustia,
en el perfil desnudo de la magia...
algo que engendró en mí una sed oscura,
que estalló en un enjambre de tizones
y me encendió los sueños,
como lámparas...
... algo que estableció en mis cicatrices
todo un abecedario de crepúsculos
y pájaros, y lunas hechizadas.
Fue cuando el corazón, demente, ciego,
restauró el universo y las fogatas,
cuando escogió tu risa entre otras risas,
y avasalló con ella la nostalgia,
y empecinó tu nombre de arrecife
contra oleajes de antiguos espejismos
encabritando el miedo en las entrañas.
Es cierto que tus pieles no fingieron,
que mis penas jamás te amordazaron,
que no existieron pactos ni promesas
en tu henchido velamen de palabras,
pero yo, militante de delirios,
sobreviviente de íntimos naufragios,
combatí cada duda, cada grieta,
cada asfixia de musgo, cada lágrima,
con todos los insomnios en racimo,
con toda la indulgencia amotinada.
Entonces foresté, con mis colmenas,
tu territorio de guijarro y zarzas,
diseminé mi polen en tus huellas,
aluciné en las fauces del azogue,
un cálido follaje de reflejos
por las arquitecturas de las máscaras.
Así fue como obtuve este silencio,
este botín de harapos, de migajas,
este amor sin amor, este sollozo
que saquea mis noches amarillas
y quiebra mi vergüenza a dentelladas.
Así fue como obtuve estos despojos
donde anidan el viento y las cenizas,
este azul simulacro de horizontes
que ha parido el olor de la distancia,
y la certeza de saber que ahora,
a pesar del esfuerzo y las batallas,
esta torpe parodia de ternura
ya no nos sirve amado,
para nada.
 
 
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
 
 
 
 
 
 
 
La extraña*
 
 
 
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
 
DESPUÉS DE TANTOS MESES, el paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular por las calles del barrio y los parques cercanos.
La costumbre traza itinerarios. Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se amoldaban a la monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los mismos destinos, a idénticos regresos.
Salvo esporádicos encuentros con algún vecino o intrascendentes conversaciones accidentales, nunca sucedía nada.
Pero esa tarde de martes —lo mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi horizonte por esa época— hubo un cambio.
Como tantos otros días a lo largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo había salido a caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la llave en la puerta para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la chica. Algo en ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con cierta curiosidad.
Cuando llegó a mi lado, se quedó allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez la puerta para poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto a franquear el umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo sonido, como si estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los sueños. Luego, se demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno de ellos. Por un momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de publicidad, aunque deseché tal idea al observar que no llevaba un solo papel en las manos.
Pasé junto a ella, musitando un sordo «hasta luego» que no recibió respuesta (cosa harto común en este inicio del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones que me separaban de mi casa, de la temible e inquebrantable soledad tan arduamente edificada a lo largo de los últimos diez años.
No tardé en percibir sus pasos leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de que ella no pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que tratase de robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del segundo) pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy alta. Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Resultaba difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal visión y seguí subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese cansancio nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por fin llegué junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí, a menos de un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí incómodo. No sabía si meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar de nuevo los cuarenta y ocho escalones; o quizá encararme con ella y preguntarle por el significado de su persecución o de su estancia allí. Ninguna opción me satisfizo. Tenía la certeza de errar, independientemente de lo que finalmente decidiese hacer.
Muy despacio, esperando que fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión, metí la mano en el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en encontrar el llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la llave indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución posible).
Cuando ya estaba en el interior de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su reacción. Seguía allí, al otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos ojos verdes, profundos, como esperando una invitación (me recordó, no sé por qué, esas historias de vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una casa sin el correspondiente permiso del que la habita).
Mas su mirada no albergaba un ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas tranquilas. Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta, fuese lo más natural del mundo.
Imposible precisar el tiempo que duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los ojos, sin cesar de hacer difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando que dijese algo, tratando de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta y dejarla allí con su insoportable silencio y su corta melena rubia y el misterio abisal de sus pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba un gesto.
Lo malo de tomar decisiones es que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los demás. Uno nunca sabe qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta frustrante la sospecha de haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la puerta, pero tampoco la invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el recibidor y dejé que fuese ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un instante. De reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con mucha delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL SENTIR DE LA LLANURA*
 
 
Yo que te quiero sin asco
te quiero como a mi dueña.
Llanura santafesina.
Felipe Aldana
 
 
 
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
El sentir de la llanura como todo sentimiento a mí me resulta muy difícil conceptualizar.
Como todo aquello que de algún modo pertenece al mundo subjetivo carecerá de razón, en mi caso solamente, hablo por mí, mirarlo con la frialdad de un entomólogo.
Gente más inteligente que yo, lo hará con más solvencia e incluso pertrechado de una elocuencia de la cual carezco.
Y en cuanto al segundo término, llanura, ¿qué me dice el diccionario?
Llanura: igualdad de la superficie de algo. Extensión de terreno generalmente dilatada, que no presenta diferencias de altura.
¿Pero específicamente, de que hablamos cuando hablamos de llanura?
En mi caso, rápidamente me figuro una tierra plana, verde, esplendorosa de árboles, surcada por grandes ríos, por arroyos, espejadas de lagunas que visitan patos, garzas y cigüeñas muy grandes.
Mi adorable maestra de quinto grado nos decía que Santa Fe era una de  las pocas provincias que no tenía un solo, pequeño promontorio.
Claro que en ese tiempo nosotros no sabíamos qué eran los promontorios, duda que nos fuera despejada rápida y didácticamente por esa santa que desasnaba ese pequeño grupo inquieto de indóciles gandules.
Valoré nuestra vegetación cada vez que me alejé un poco de esta tierra.
Ya en el seco sur de España, que tiene en Sevilla esa tierra amarillenta que sin embargo alegran los largos olivares, o en  el sur del mundo, es decir, Tierra del Fuego, donde los arbolitos no pasan de metro y medio cuando están a la intemperie y están como peinados por los feroces vientos. O como las serranías cordobesas con su vegetación más mezquina o el mismísimo norte nuestro, provincial digo, con sus espinillos raquíticos. Plantita hueca el espinillo que tanta desazón me produce, porque donde ellos aparecen es porque falta el agua y predicen todos los desiertos.
Yo podría decir como mi maestro don José Pedroni, la Santa Fe de la vegetación frondosa, tierra que quiero y no tengo por qué abandonarla.
Con lo dicho hasta aquí habrá quedado claro qué connotación tiene para mí la palabra Llanura.
Es decir aquella que nos compete más emotivamente, la de estas  tierras feraces que están entre las mejores del mundo y que un grupo pionero y señero donde están seguramente nuestros mayores regó con su sudor y su lágrima seguramente sin los beneficios económicos que llegarían con la mecanización del agro.
Cuando yo pienso en la  llanura pienso en el paisaje donde me crié, pleno de sol, de vida al aire libre, con lo benévolo de mi destino que hizo que no sufriera sobre ella como mis abuelos y mis padres sino que la gozara con mis sentidos, la disfrutara años sin ser dueño de un palmo de tierra, que veía en el vuelo del pájaro, que reina tan libre por el aire,  su celebración pacífica.
Cuando conocí en los setenta al gran poeta, Manuel José Castilla, me preguntó de donde venía.
Apenas le contesté me dijo algo desilusionado, “ah, vos chango sos del  Sur. Tierra fea aquella, muy chata, apenas para la tristeza. Tan lejos de mi casa. Cuando me aproximo a tu provincia me siento triste. Me consuela saber que allí tienen un gran poeta, se refería a  Pedroni. Vos sos –concluyó- de la civilización del  trigo”.
Como pude me defendí diciendo que yo opinaba lo contrario  y que eran puntos de vista o, como son los gustos o las preferencias, algo realmente opinable. Junto con un abrazo me dio la razón.
Es decir, mi argumento sobre mis preferencias es fácilmente rebatible, pero sigo pensando igual después de cuarenta años.
Y redoblo la apuesta porque la llanura, esta llanura mía me llena de gozo.
Esta llanura con su esplendoroso verde, con su sol magnífico, con el vuelo alto de los patos que en formación marcial buscan los cañadones lejanos para pasar la noche  entre los juncales húmedos, el concierto acuático de las ranas, la persistencia del grillo, el vuelo gritón de los teros y el asabanado vuelo de la garza mora o la cigüeña que sombrea con sus alas el alfalfar verdoso con sus numerosas florcitas blancas y ese mar ausente de mariposas amarillas que abrieron para siempre la puerta de todos los veranos.
Esta llanura que llevo en mí “sacramente, como la custodia lleva la hostia”, al decir de Güiraldes, la que fue escenario de mi crecer y el de mis amigos en un minúsculo lugar de esa vastedad desmesurada, con un grupo heterogéneo de casas que surgen queriendo capear esa intemperie, hecha de soles, de silencios, de aprendizajes modestos, mínimos, y por qué no, fundamentales,  donde uno es un pequeño, insignificante abrojo queriendo sostenerse en la sucesión de los días y las tardes que percude el polvillo de tierra de todos los eneros, desde aquellos primigenios días en que éramos solamente proyectos de hombres y amagos de sueños cuando la vastedad reinaba pero también la sombra propicia de los fresnos, de los copiosos paraísos, del lluvioso sauce o de aquella casuarina oscura que nos cuidaba, solitaria, en el rincón más alejado de todos los caminos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
D E S P L O M E *
 
 
 
Hablaba del efímero sendero coagulado de nata,
de flores matinales en orilla como espuma
destinadas a sentarse con el árbol de nísperos
hipnotizado por el aire.
 
Hablaba de ti,
ángel de pan coronado
tres cabezas infantiles sofocadas en la sombra,
trampas aciagas desembocaban tu zurda.
 
Hablaba del cigarrillo
escurrido en los pies como señuelo
ofrendado al muro inclinado de carne humana;
dos rodillas tiernas arrullando pequeños clavos.
 
Hablaba de los mares de tierra furtiva dominados
y del vástago de acero que vistió nuestra sangre.
 
 
Ese sabor herido, a flores machacadas en mi boca,
 
P A P Á.
 
 
(Y espero tu llegada como se espera un oasis
en el infierno*).



(*) S. Vanégas Coveña
 
 
 
 
*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com
Puerto Ordaz, Venezuela
© 2013 Natalia Lara. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
 
 
 
 
 
 
 
 
 
***
 
 
 
SIN CUENTA CARAS DE MONEDA
(Fragmento del prólogo)
 
 
“Sin cuenta caras de la moneda. Hay nociones sobre las que es muy difícil explayarse porque representan categorías demasiadas “altas”, La Patria por ejemplo, que durante la guerra de las Malvinas coronó los discursos militares y civiles de aquellos años, fue moneda malversada por el poder dictatorial. En el anverso de ese triunfalismo que terminó en derrota, están las víctimas. “Cuando florezcan la madreselvas” las encuentra en una de esas regiones dejadas de la mano de Dios, que han sido también abandonadas por quienes las gobiernan y representan. En esos parajes entre los cerros, bajo la noche estrellada o en el algarrobo añoso, hay una verdad, sin embargo que persiste en sobrevivir, la de quienes todavía preservan nobleza, generosidad, sabiduría. Ese mundo es de las mujeres, si en el texto hay un "alegato” es sobre la vulnerabilidad de la mujer en la guerra y su perpetuo renacer del dolor y en la resistencia. Solo el amor, el encuentro amoroso, conmovedor en los “Sin nombre”, enaltece al hombre y a la mujer, pero a costa de la pérdida...
TUNUNA MERCADO
 
 
 
CUANDO FLOREZCAN LAS MADRESELVAS*
 
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
La Juana mira la tierra yerma, conjugación de pajas, lagartijas y piedras. La Juana… ¿La Juana qué?... Solo la Juana.
En este lugar las mujeres adquieren identidad y significación por el hombre: La hija de don Braulio, La Negra del Juan, La viuda de Jacinto. La mujer del Lucio. La madre del Tito. La señora de don Alberto.
La mujer “es” en función del hombre.
Las mujeres de estas serranías también le pertenecen a la tierra: La Juana de la loma, la Juana de la Quebrada del cóndor, la Juana del talar.
Pareciera que en estos parajes las mujeres no piensan , no sienten, solo hacen: La Juana que hace tortas, la Juana que cuida cabras, la Juana que vende quesillos, la Juana – que como un hombre – cuchillo en mano peleó con un león.
La Juana… La Juana de nadie, la Juana de los jarillales, la Juana pródiga como la tierra que cuando la fecunda florece en retoños.
Especie de hembras sin macho. Su madre no tuvo hombre, su abuela tampoco. La palabra padre parece haber desaparecido de sus diccionarios.
Todas las mujeres de la familia tuvieron “chancletas” menos ella que lo tuvo al Pedro.
Crecieron desconfiadas hacia los hombres, el político, el bolichero, el patrón, ni en los curas confiaban.
No eran religiosas pero eran mujeres de profunda fe, en la vida, en la naturaleza, en ellas mismas. Rezaban a su modo y tenían sus propias prácticas religiosas: “cortar el granizo” con un cuchillo, con una cruz de sal, exorcizar el “mal de ojo” o la envidia, matar una víbora en semana santa, hacer la señal de la cruz al mate, pedir la bendición, hablar con Dios antes de acostarse.
Con respecto a la salud, tenían la misma concepción: todas las mujeres parían en la casa. Para los problemas de salud acudían a la generosidad de la naturaleza, mastuerzo, para la tos. Gárgaras de llantén para el dolor de garganta. Hierba del venado para los problemas renales. Carqueja y ajenjo para el hígado. Hierbas diversas para la digestión: peperina, poleo, menta, cedrón. Usillo para el corazón. Hierba de pollo para el empacho. Sen para la constipación. Palan-palán para las quemaduras y heridas diversas.
El ajo tenía usos diversos, podía servir para la tensión arterial, para la indigestión, para “el estómago sucio” o para los parásitos.
Curaban el empacho, ya sea con la cinta o tirando el cuerito y luego haciendo en la espalda una cruz con ceniza.
También el buche de avestruz deshidratado se usaba en distintas prácticas medicinales.
Iban pasando estos conocimientos de generación en generación y con la experiencia iban sistematizando nuevas conceptualizaciones: Leche de burra para la tos convulsa, baños de agua de romero para contrarrestar los males. Poner la escoba detrás de la puerta para que se vayan las visitas indeseables, predecir quién vendría a la casa, si se caía un cuchillo vendría un hombre. Si caía una cuchara una mujer.
También predecían el tiempo por el cielo, las nubes. Los animales domésticos, los pájaros, de ese modo tomaban sus recaudos.
También tenían sus propias prácticas de medicina veterinaria: Curar de la mancha, de la sarna, del embichamiento, del mal de las pezuñas.
 
La Juana sorbe los mates en silencio.
¿Para qué hablar sola?
En la noche estrellada, sentada al amparo de un algarrobo añoso, mira la cruz del sur, las siete cabrillas. Las tres marías… y piensa… y recuerda.
¿Recuerda o es su sangre india que surge a borbotones como un oasis y que en el desierto de su soledad, necesita un escape y este escape toma la forma de recuerdos? Viene a su memoria una presencia amada: su abuela. La abuela María, de inconfundibles raíces indias, su larga trenza renegrida que era una delicia ver como se extendía en dos negras cascadas sobre su espalda.
Su cara, que semejaba la tierra recién arada, con huellas profundas, oscuras, perfumadas.
Su regazo tibio en donde ella apoyaba su cabeza confiadamente…y su olor… Ah… su olor, a chilca, a romero a lana de oveja. La imagen de la abuela toma forma y presencia vívida. Le parece verla debajo de la ramada tendiendo los quesillos de cabra.
Sus pasos ágiles y livianos denunciaban sus dotes de bailarina. De cuecas saltaditas, de zambas. Se recuerda a si misma sentadita en el umbral mirando los pies de su abuela que parecían pájaros.
Tiene un difuso recuerdo de su madre muerta, ella tendrá cinco o seis años. Fue allí cuando vino una persona del gobierno aludiendo que era una anciana muy mayor para hacerse cargo de la niña.
“Que la niña necesita un hogar… que no hay agua corriente… que no hay baño...”
La respuesta presta, rotunda y contundente no se hizo esperar.
“Agua hay y más limpia que la de ustedes - y, señalando los gatos que dormían en el fogón - Tampoco ellos tienen baño y son mas limpios que muchos cristianos.”
El vuelo raudo de una estrella fugaz la trae a la realidad y el recuerdo se hace deseo y urgencia
¿Abuela, donde estás? ¡Te quiero ahora aquí, conmigo! ¿Desde esa estrella lo estarás mirando al Pedro? ¿Le habrán entregado los guantes tejidos con lana de oveja?
Dicen que hace mucho frío allá. Que lo llevaron a defender la patria. El maestro del pueblo quiso tramitarle la excepción -hijo único de madre sola- pero el Pedro no quiso.
Aun re suenan en sus oídos el rasgueo de la guitarra y la copla preferida del Pedro:
“Primero la Patria
Primero el honor.
Después de la patria
Guitarra y mujer”
La Patria… La Juana tiene la imagen de la Patria que sale en los libros de lectura del Pedro, una señora, con vestido largo, con un gorro en la cabeza y descalza.
“Se me ocurre que a esa señora no le sería fácil trepar lomas, entre pencas y pajas:”
No entiende muy bien eso de que el Pedro está defendiendo la Patria, debe ser porque es muy burra. Ya lo decía su madrina:
“Esas manos no sirven para escribir sino para hacer tortas”
Cuanta razón tenía la madrina. No pudo pasar de 2º grado.
Recién empezó a escribir cuando lo hizo el Pedro. Para las cuentas si que era buena, nadie la jodía, ni en el boliche, ni con el precio de los cabritos o huevos.
Se decía a si misma “hormiga obrera” y ríe ante el recuerdo ya que el Pedro invariablemente le contestaba:
“Si, por lo negra y chiquita”
El término lo sacó de un diario que servía de envoltura de los jabones y que el Pedro recortó y lo pegó sobre un almanaque viejo que colgaba de la pared. El texto decía:
“En un hormiguero bien organizado, las hormigas reinas son pocas
Y las hormigas obreras muchísimas. Las reinas nacen con alas y
pueden hacer el amor. Las obreras, que no vuelan ni aman,
trabajan para las reinas... Los zánganos…“
 
Y el texto se interrumpía por que faltaba un pedazo de papel.
Ella una sola vez fue reina, pero había nacido para obrera. Pensó en voz alta:
“Tampoco quiero zánganos en la casa.”
“El Pedro si que me salió inteligente”
Sus ojos se iluminan como carbones el si llegó a 7º grado y ¡hasta llevó la bandera!
En lo más recóndito de su corazón sabe que salió a “él” ¿Cómo olvidar esos ojos negros con un fondo de cielo azul?
Con orgullo que da poder, piensa que es la única poseedora del secreto: Ni el mismo sabe que es su padre.
El Pedro nunca peguntó. Nunca la cuestionó.
Se da cuenta que ha anochecido y no ha entregado los cabritos, ni levantado los huevos de las gallinas. Tenía que hacerlo si o si sino los zorros se apropiaban del producto.
Camina con prisa hacia lugares que conoce solo ella: Entre los pajonales, detrás de las casas, debajo de un viejo carro que sirve de gallinero, en el hueco de un viejo horcón, en una caja de cartón, dentro del galpón.
Coloca cuidadosamente los huevos en su delantal, convertido en improvisado cesto y se dirige al rancho. Guarda los huevos en un tarro y regresa al exterior.
La luna alumbra tanto que proyecta sombras a su paso… como fantasmas. Fantasmas lunares que ella conoce y no teme. Sí, en cambio, otros que rondan por su cabeza. Mueve la cabeza como para deshacerse de los pensamientos molestos.
Mira la luna y recuerda su infancia y en ella la luna con la virgen, el niño Jesús y el burrito.
Entrega los cabritos a las madres, estos se reconocen y se buscan mutuamente, un coro de balidos quiebra el silencio de la noche.
La soledad del monte pesa y sin el Pedro mucho más. Es mas hondo el silencio en las quebradas y la casa cruje por el viento sur.
“Solita mi alma”
Sola como los cerros, como el arroyo, o como esa lechuza que siempre está parada en el poste del alambrado.
“Dicen que la lechuzas tren mala suerte”
Ella no lo piensa así, esa lechuza ha pasado a ser parte de su vida, como el monte, el viento, los alambrados.
La detiene el piar desesperado de un pichoncito que ha caído de su nido, lo levanta, lo acaricia y lo coloca en su nido de ramitas secas. Allí se da cuenta que no está sola, que no están solos. Ellos pertenecen al monte pero este también les pertenece.
Además esta toda su gente, por ejemplo ahora que no está el Pedro, las compras en el pueblo se las hacen ellos
La Juana baja solo dos veces al año al pueblo: en la festividad del santo Patrono, el tres de mayo y el “día de ánimas”, el dos de noviembre.
Entra al cuarto que sirve de cocina, toma un tarro que hace las veces de balde y llena otro tarro que está en una hornalla de la cocina “económica” que tiene en la puerta de hierro una inscripción: BEUTIN. En la otra hornalla, una pava ennegrecida con agua hirviendo, cuya tapa tintinea.
Corre una gallina rezagada, dormida en la rústica mesa de madera.
Prepara el mate, saca un pedazo de pan de una caja de madera. Toma unos mates y come el pan. Esa es su cena.
No ha prendido el mechero, el vislumbre del fuego ardiendo le permite moverse con comodidad en el cuarto. Cubre el fuego con ceniza y sale. No cierra la puerta de tablones cruzados ¿Qué podrían robarle a ella?
Cruza un patio de tierra y se encamina a la “pieza” que le sirve de dormitorio y de comedor de recibo.
Una idea le machaca la cabeza ¡No hay caso! No entiende porque el Pedro se fue tan lejos a defender la patria.
Prende una vela, busca con dificultad un ajado diccionario que le regaló una maestra, por fin encuentra:
“Patria: lugar, país, tierra donde se vive”
¿Qué tierra tiene que defender el Pedro si ellos nunca la tuvieron? Siempre ha vivido en esa casa, allí nació su madre, ella y después el Pedro. No hay papeles. Tierras fiscales dice el maestro de la escuelita. Deja el diccionario, mientras se dice moviendo la cabeza:
“Bah, hay tantas cosa que no entiendo”
Se desviste sin prisa, se deja abrazar por la manta tejida por su abuela y reza…Reza como ella sabe hacerlo…Pide por el Pedro. Le pide a la santísima virgen que interceda. Reza en silencio. Con su cuerpo, con su sangre, con su corazón. Todo un rezo la Juana.
Afuera los rayos de luna intentan atravesar los espacios que dejan las tablas de la ventana. No sabe que hora es cuando se duerme.
Al día siguiente se levanta apenas clarea.
 
Lo primero que hace es traer una vieja radio a pilas y colgarla de una rama del tala.
Se asea en el patio en una vieja palangana de aluminio, el agua helada pone colores en su cara morena. Toma un peine que saca de una cola de caballo, disecada y muy brillante, un peine negro, peina rápidamente su cabello. Se hace una gruesa trenza y con la misma un rodete que sostiene con horquillas.
Entra en la cocina, separa la ceniza, coloca unas ramitas secas y sopla hasta que la llamita se convierte en fogata. Pone le agua para el mate y en otra hornalla una ollita de “fierro “de tres patas en la que coloca trozos de grasa cortada.
Abraza un manojo de leños con sus fuertes brazos y prende el fuego en el horno de barro que está en el patio.
Vuelve y se sienta en un banquito que en realidad es un tronco cortado con tres raíces que hacen de patas. Coloca las brasas en un brasero que es un tarro al que se le ha anexado una parrillita cuadrada. Trae la pava ennegrecida, los implementos del mate y comienza su primera comida del día.
Hay otra mesa en el patio, que en realidad es un tablón sostenido por cuatro horcones. La limpia con cuidado y la seca.
Trae una bolsa con harina y dispone un poco de la misma sobre la mesa, en forma de corona .En el centro coloca la grasa derretida que “chirria” ante el contacto con la salmuera tibia y un trocito de levadura.
La Juana se transforma cuando amasa. Mete sus manos en la harina suave, acaricia la masa hasta que está caliente, dispone de trozos alargados que corta con las manos y en la parte superior le hace dos cruces con un cuchillo mango de madera.
Prueba el horno introduciendo un papel adentro y cuando considera que la temperatura es apta, toma una pala de madera con un largo mango y va disponiendo los panes en el horno. Finalmente tapa la boca con una lata y coloca una piedra grande que la sostiene.
Al Pedro le encanta el olor y el sabor del pan casero. Le parece verlo: con el con el pan caliente, lo huele y con respeto, como una ceremonia sacra, corta un pedazo con la mano-la abuela decía que no había que cortar el pan con cuchillo- y se lo lleva lentamente a la boca.
No sabe porque hace pan hoy, cuando el Pedro no está hace torta al rescoldo.
Mientras el pan se dora en el horno y el aire se perfuma con olor a jarilla, se entretiene en sacar las hojas secas de la madreselva caprichosa que pese a sus cuidados no quiere florecer. Desde que murió la abuela no ha florecido y eso que la cuida especialmente y le ha ofrecido las flores a la estampa de la virgen dolorosa.
El balido de las cabras desde el corral , la conecta con sus tareas pendientes, piensa que hasta sus cabritas ha abandonado por estar cerca de la radio. Le parece que así está más cerca del Pedro aunque no entienda muy bien el contenido de lo que dicen.
Está confundida la Juana. Confundida, fundida con el silencio…fundida con las voces de la radio. Para colmo el Lucho que pasa tras de una yegua arisca la confunde mas, se dice en voz alta: ¡Que van a pelear con un príncipe…! ¡Jesús! ¡Un príncipe! ...Y viene en avión”
Si el Pedro lo único que sabe manejar es su cuchillito del monte, lazos y boleadoras.
Que llegan aviones... mira el cielo y ve revoloteando caranchos…Tengo que ocuparme de los cabritos, piensa, y se dirige al corral.
Adivina algo en la mirada de Hilario que viene desde el otro lado de la sierra.
“¿Será idea de ella o el Hilario da vueltas para bajar del caballo?”
Se baja, y con aire resuelto se dirige hacia ella, antes de que termine de hablar, siente que su sangre se ha enfriado, que sus pies han echado raíces profundas que le impiden moverse: soldados… muertos… mentiras.
“…Mas mentiras..”
La Juana no llora. Aprendió que en el monte no sirve llorar.
“Debe haber una osamenta”
Y señala los caranchos que revolotean en círculo.
Hilario se dirige a ese lugar y la Juana al rancho. Toma la mano del mortero y pisa con fuerza el maíz para la mazamorra.
“Hay que hachar, sembrar, sacar el pan”
En el huerto rasguña la tierra con sus manos y con grandes puñados tapa la tierra donde ha colocado la semilla.
Y trabaja, trabaja y trabaja.
No para, ni para comer. El anochecer, preludio de un acongojado anuncio de otro día la encuentra al lado del corral, mirando sin ver, escuchando el repiqueteo de la lluvia sin oír. El olor a peperina es tan intenso que impregna su cuerpo, pero la Juana no huele, no aspira, no respira.
Sus alpargatas deshilachadas se manchan con la sangre que mana de la herida de una espina de alpataco clavada en un pié que ella no ha advertido.
Los truenos hacen retumbar los cerros. Los relámpagos delinean nítidamente las formas de la tarde.
Parada al lado del palenque la Juana parece la imagen de la desolación. La lluvia tan esperada, resbala sobre su cara, sabe a sal y a vinagre. Empapa su cuerpo delgado, delinea sus formas, se adhieren a sus pechos pequeños que parecen brevas marchitas.
Pasa el chaparrón y el sol marca una línea curva en el horizonte con los colores del arco iris. El cielo despide un resplandor rojizo
“Mañana será un lindo día”
Quién sabe que fuerza traslada su cuerpo, su materia, al rancho.
No enciende la radio, la baja del tala y la coloca sobre la mesa de la cocina.
Prende el farol lo cuelga de un gancho en la pared de barro y guarda el pan en un gran cajón de madera.
Alimenta los perros, los gatos e intenta entibiarse por dentro con el mate.
Con el farol en la mano, arrastrando los pies que pesan como plomo se dirige a la “pieza”. No apaga el farol.
En el lecho sin desvestirse ni deshacer la cama, mira el techo de jarilla, sin pestañear, no sabe a que hora desciende, piadoso, el sueño.
El canto del gallo la despierta. Saliendo del rancho en la ramada se detiene petrificada:
”¡Ha florecido la madreselva!”
Siente que una esperanza grandota le inunda el pecho.
Cuando aparece en medio del guadal la chata del Turco o sabe que le pasa a sus ojos. Ve todo nublado. Desdibujan la figura del Pedro levantada en saludo.
Sus pies como trasformados en pájaros vuelan al encuentro. Toda la Juana florece. Su blusa, como por arte de magia se infla y sus pequeños pechos semejan dos higos maduros.
Como fulminada por un rayo llora, ha comprendido que llorar sirve para que florezcan las madreselvas.
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Este día y no otro.
Este día y su amanecer de hoy, no otro.
Esta vida, y no otras cincuenta.
Esta vida y sus tardes y sus noches.
Este andar despertando
y este pelo indomable
y estas manos preparando el desayuno.
A veces juego a que soy otra.
En otros días y vidas y tardes y mañanas.
En donde el mar esté más calmo
y no necesite salvavidas ni remos ni timón.
A veces eso se acaba, digamos, casi siempre...
Porque es esta vida, no otra, la mía y la tuya.
Y porque estás vos ahí,
y que lindo hallarte
y que rico desayuno me sale esta mañana.
Esta mañana, y no otra,
Y me mudo a este día
cargada de cosas y cositas
que no voy a limpiar
no voy a lavandinar
las dejo al comienzo de la letra
y vos...
 
 
*De Paz Bongiovanni pazbongio@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
De paso*
 
 
 
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
LO PENSÓ así en el momento exacto en que se apeaba del tren: «nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto». Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro… Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o —pensémoslo despacio— en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: «Ingeniero de Madrid». Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente. Tal vez fue ese detalle —pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero—, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que —a pesar de todo— no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada… La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna…
Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren el desencuentro (acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede —pensó— tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo…
Desencuentros… Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también —por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban— había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia (pero —atinó a pensar más o menos confusamente— ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.
Los desencuentros, sí… Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas… Y le vino de nuevo esa frase: «Hablar de nosotros después de muertos —musitó con una sonrisa amarga—. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos». Si alguien… Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación —esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente— veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar. ¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación. Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
—¿Qué estará haciendo ahí?
Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
—Está esperando.
El joven le mira, incrédulo.
—¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle…
—Probablemente él sabe.
—Pero si supiera, entonces…
El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.
—Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué… sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre —su rostro lo gritaba— se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aún tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
 
 
 
* De la estación Ingeniero de Madrid hoy no queda nada. Sólo el recuerdo, tal vez.
** El Pereira de este relato es mi pequeño homenaje póstumo a Don Antonio Tabucchi, recientemente fallecido.
 
-Sergio Borao Llop acaba de publicar el libro de relatos “El alba sin espejos”  por el sello eBooks Literatúrame!
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Voy por el desenlace
de otra noche incierta
y la herida del pocillo
una vez más, me duele
 
No es el café que se enfría
sino mi rouge inmóvil
en el borde de todas las tazas
 
 
*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
EL METAL DEL OMBLIGO*
 
 
 
Se escucha el percutir
de máquinas
saliendo
por esos ojos
de obsidiana
encendida
... como el llanto
de madera
triste
como voces
de pieles maduras
entregadas
al fruto del viento.
Y abrazo
el dedo índice
que he mordido
para verte
dentro
de ese espejo
lleno, oscuro
y silente,
como
masa grávida
que sostiene
los huesos
poliándricos
de tu boca
de mimbre rojo.
Con el sonido
industrial
en el ombligo
levantas
la velocidad
dinámica
de tus labios
echados al vuelo
del crujir
crujiendo.
Pisas, y grito
de cámaras
decapitan
la música
con la cual camino
por tus ineludibles úteros
con lengua
y aire de forastero.
 
 
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
 
 
 
 
 
 
Conjugación*
 
 
 
*Por Sergio Borao Llop.  sbllop@gmail.com
 
 
 
ALGUIEN DEBIÓ ENTRAR durante la noche y dinamitó el verbo.
Por fortuna, según se desveló en un primer comunicado, no se trataba de uno de los verbos mayores, como poseer, dominar o triunfar. Era más bien un verbo cortito, chico, casi insignificante; obsoleto. Pero así y todo, quizá por pura rutina, a la mañana siguiente acudieron los académicos, con sus potentes linternas y sus PDA subvencionadas, para censar los destrozos, tomar las oportunas notas y emitir el dictamen correspondiente.
La fachada no había sufrido grandes daños, por lo que la preocupación inicial se disipó en parte, dejando paso a una disimulada indiferencia.
El interior, sin embargo, estaba en ruinas.
El presente de indicativo, en especial la primera persona, sólo podía conjugarse maquillándolo con abundantes adverbios y adjetivos, lo cual no impedía que se tambalease, pero le daba una apariencia aceptable, aun cuando a pesar del camuflaje resultara evidente su decadencia.
Todos los pretéritos —salvo el perfecto de indicativo, repentinamente convertido en imperfecto— habían desaparecido. A primera vista, no podía descartarse la hipótesis del secuestro, pero todo apuntaba a su total aniquilación. Gerundio y participio lloriqueaban en un rincón, despojados de toda dignidad. Estaba claro que habían sido objeto de algún tipo de violencia. Más inquietante resultaba el estado del infinitivo, cáscara hueca sin signos vitales, armazón inútil cuyo devenir ningún experto se atrevió a pronosticar.
El rostro del futuro había sido deformado de tal modo que ahora no era más que una máscara horrible: La mueca del tramposo sorprendido en el instante exacto de seducir a su víctima.
Evaluados los daños, y puesto que la reconstrucción no parecía posible (y, según el parecer de los eminentes sabios, tampoco merecía la pena) se acordó de forma unánime que lo mejor sería dar unas manos de pintura y elaborar un concienzudo manifiesto para evitar cualquier reacción adversa de la opinión pública, reacción que, por otra parte, se valoró como improbable. En poco tiempo —comentó alguien en voz baja— ya nadie se acordará.
Una vez que todos hubieron pronunciado sus solemnes frases ante las cámaras de televisión, cuando el tumulto de barbas, voces graves, preguntas y sentencias fue dejando paso a la tranquilidad, cuando hasta los últimos curiosos abandonaron la escena, cuando el silencio se extendió finalmente por la estancia, se escuchó un levísimo sonido lastimero: Bajo los escombros, herido, magullado, alicortado, sangrante y olvidado, resonaba, como una flamígera esperanza, el presente de subjuntivo.
 
 
*Sergio Borao Llop. Nació en Mallén (Zaragoza, España) en 1960 y reside en la capital zaragozana. Es encuadernador, periodista, poeta y cuentista. Ha publicado los siguientes cuentos: Las carreteras (Revista Nitecuento, nº 23, también en Margen Cero); Antología Relatos – Zaragoza, 1990; Feria (Revista Nitecuento, nº 13); Paisaje sin batalla (Revista Nitecuento nº 16); Espíritu de la Plaza (Antología Callejón de palabras – Mizar) y en cuanto a poesía publicada: La estrecha senda inexcusable (poemas) (Poemas Zaragoza, 1990) y Poemas (Antología Poemas quietos – Mizar).
Entre otros sitios que mantiene el autor destacamos aquí la web Desiertos que habité, oasis que entreví.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No distraerme*
 
 
 
Voy a intentar no distraerme
En las cosas del pasado y del presente
En una esfera de cristal voy caminando
Con las tibias palabras de consuelo de una amiga
 
Hay flores multicolores, un gato atigrado
Huelo a perfumes de miel y vainillas
Con mis parpados bien abiertos
Miraré solo con la frente alta a la aventura
Tomaré solamente los buenos recuerdos
 
En ese circular del tiempo que paso
No me distraeré con mis errores
No dejaré que susurren mis rencores
Solo buscaré la armonía de pensarme
Con una paz interior y silenciosa
 
No derramaré lágrimas de desconsuelo
Ni tiraré mis logros por el piso
Me dejaré llevar por los aires del poema
En petardos de flores encendidas
Dejare de lado el desaliento y la tristeza
Que se irán flotando por el río
 
En la magia de mis amores viviré
Intentando protegerlos con esmero.
 
Sólo así te prometo vida mía
Que transitaré orgullosa las diagonales
Sin dejar que la suerte me abandone
Sin tener que abandonarme a la suerte.
 
Así entonces amada vida
Podré decirte que te quiero
 
No habrá más rincones nebulosos
Ni pegajosas lianas que me aprieten
El aire que respiro será infinito
Si logro el milagro de no distraerme.-
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
***
 
 
 
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