viernes, agosto 09, 2013

SOMOS PARTE DEL JUEGO Y DEL ENIGMA…



*Obra de Claudia Marting.
Rosario. Argentina.


















EN CAMINO*




Me pregunto cuántas incertidumbres

llevaré conmigo cuando parta,

cuánto mundo no habré visto…

qué orfandad de palabras quedará

en los poemas no escritos.



A veces trae el desvelo

inquietudes disfrazadas

que no entiendo. Me cuestiono

si supe vivir, y si puedo

transitar ese camino con andar leve.

Redimida de cargas inútiles,

sólo con el sentimiento.

Y la certeza de mi aprendizaje:

saber que el milagro es constante

en cada flor que se abre,

en el sol, la lluvia, el aire.

- si vemos brillar estrellas

hace siglos extinguidas...-

tal vez como ellas nuestros destinos.

Somos parte del juego y del enigma.

Al final del sendero

alguien espera.

Le llevo en mi equipaje

el corazón

absolutamente

desguarnecido.



*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar








SOMOS PARTE DEL JUEGO Y DEL ENIGMA…













ACERCA DE LA ALDEA.*




Conserva un suave gesto de abandono, /

los rasgos de la ausencia / prisioneros en óvalos de viejos relicarios / como aquel rizo opaco que nadie reconoce. /

Es un rostro entre azogues, /

una fotografía en tonos sepias de algo que ya no existe, /

que jamás ha existido / salvo en la desmemoria de encajes, / terciopelos, / abanicos de nácar, / peinetones, / zarcillos. /

Hacia la plenitud de los cereales, /

el sur le extiende su actitud de pan, / de lluvia sin cerrojos; /

le entrega sus corolas de ceniza, / su estambre de humo espeso. /

El sur es una dalia advenediza que enciende lejanías / por donde migran ángeles y dioses / tal y como si fueran hojas secas en el advenimiento del otoño./

Hacia el norte acontece el reino del delirio, /

el perfil de un silencio que aúlla como ortigas / o eclipses / o cigarras; /

como el vientre desnudo de los cardos reclamando otro cáliz, / otro estambre desde donde parir las soledades, / la impenetrable angustia de la sed y la espina.

Hacia el norte sucede el seco territorio del olvido. /

Las espadas vinieron a fundarla en medio de sus ríos. /

La pensaron albatros, golondrina. /

Ella tuvo actitud de mariposa. /

En las manos cruzadas sobre el pecho / retiene el mismo gesto desvalido / de quien ya no recuerda las sílabas estrictas / que aluden a la luz de la esperanza, / conjuran algoritmos / o naufragios. /

El gesto desolado de quien clausura cielos y horizontes / con urdimbres de espesas telarañas / impidiendo a los duendes sobrevolar la tarde, / custodiar las palomas, / amparar los follajes de campanas./

Por eso / cuando trepan las auroras sobre la arboladura de los templos, /

cuando el reloj del claustro amnistía los trinos con su dedo de sombra, /

cuando las aves nacen al arrullo, / al hambre cotidiano; /

escarba con las uñas debajo de los sueños / en busca del idioma que la nombra / por su nombre de santa. /

El nombre que tatuaran las leyendas en registros, archivos y sepulcros. /

Las espadas llegaron a fundarla en medio de la nada. /

La pensaron camelia, / siempreviva. /

Ella escogió lo efímero y salvaje, / la silvestre humildad de las verbenas. /



*De NORMA SEGADES-MANIAS.











JUEGO DE LETRAS*



Tenía todo preparado. Los folios, a la izquierda. Bolígrafos, dos de cada color −rojo, azul y negro−, a mi derecha. El ordenador, en el centro. La silla, muy cerca de la mesa, con el cojín para los riñones, dos paquetes de cigarrillos y un vaso de whisky con hielos. Así me imaginaba la mesa de un escritor, aunque todo revuelto. Caótico.

Mezclé los bolígrafos con las hojas. Se cayeron folios y bolígrafos. Les di una patada. Escritor maldito, me dije con sonrisa diabólica. Encendí un cigarrillo, que saqué de uno de los paquetes de Marlboro que había comprado esa mañana. Imaginé que me entrevistaban, para El País o El Mundo, y puse posturas de gran intelectual; ahora con la mano izquierda, en la frente, apretando las sienes, ahora con el cigarrillo en la boca intentando decir algo ingenioso tras la tos. Tiré la ceniza, que cayó dentro y fuera del cenicero. Cogí el vaso de whisky. Lo moví, circularmente, necesitaba oír el clic, clic de los hielos. Me lo llevé a la nariz y bebí. No me gustó el sabor, tampoco el del tabaco, pero daba un toque especial, de artista.

Dejé que el cigarrillo se consumiese, que los hielos se deshicieran y me acerqué el portátil. Los dedos en el aire, como pianista al comienzo de un concierto. Estaba en tensión; demasiada tensión para una buena escritura. Le di dos sorbos al whisky. El nombre del personaje. Ricardo. Me gustaba, tenía fuerza. Ricardo Corazón de León. Ricardo III.

Di a la «r»; una, dos, tres veces. Mantuve el dedo presionado. Las erres fueron uniéndose hasta llenar la pantalla. Las borré. Pensé en lo difícil que era escribir. Solo sentarse frente a una pantalla tan blanca atemorizaba; parecía que las palabras, las ideas, huyesen, como esas erres que ya había borrado.

Antes de retirar el ordenador y probar con el papel, di a la «r» y la guardé como documento. Me hizo gracia mi hazaña, que celebré con caladas al cigarrillo y un buen trago de whisky. Cogí folios y el bolígrafo negro. «Espalda recta, ojos al frente», me dije acordándome de la mili, «al objetivo». El objetivo era escribir algo, lo que fuese, aunque estuviera mal escrito. Sentir que a un sujeto sigue un verbo, que los complementos se van arrimando a la frase, que a una frase sigue otra, que hay armonía entre ellas, que van casi de la mano. Encendí un cigarrillo y contemplé el humo. Cuántas veces había soñado desaparecer de una manera tan elegante. Adquirir esa materia volátil.

Cómo empezar. Ricardo, a sus treintaicinco años. Horrible. Ricardo, hombre sincero y robusto. Hombre sincero y robusto. ¡Dios! Las taché. Los críticos lo reprobarían. Mientras pensaba en el argumento, dibujé erres; mayúsculas, minúsculas, alargadas. Cuando me cansé, arrugué la hoja y la tiré a la papelera. Hice una buena canasta. Apagué cigarrillo y portátil, y fui al baño.

Mientras me subía los pantalones, me vi en el espejo. Tenía más ojeras. Lo blanco de los ojos con venas rojas. Me dolía la garganta. Saqué la lengua; amarillenta. No quise seguir indagando.

Miré por la ventana del salón, mientras pensaba en la tontería que había hecho guardando un documento solo con la letra «r». Me reí. En el piso de enfrente, vi al viejo que hablaba dirigiéndose a un reloj de pared. Recordé que había imaginado que era viudo y que ese reloj antiguo sería un recuerdo de su mujer, como si ese objeto fuera la imagen personificada de ella. Me pregunté si hablaría todas las noches dirigiéndose a él. Quizá queden conversaciones pendientes, o le eche cosas en cara. Puede que le cuente lo que hace cada día, cómo va el país, algún cambio en el barrio, la ampliación del metro, la muerte de algún conocido. Si tienen hijos, le comentará cómo les va en el trabajo, con sus mujeres, cómo van creciendo los nietos.

El reloj de pared, pensé. Una abuela que se llevase mal con su nieta podría dejárselo en herencia. Este podría llegar en una caja de contrachapado, pintada de negro, que le recordase el féretro de su abuela. Símbolo: reloj de pared−abuela. Como símbolo podría meterse en muchas historias, menos macabras. Desde que le dejaron la «caja» la nieta no sale de casa y, aunque sabe lo que es, no se atreve a abrirla. El desenlace: la nieta puede quedarse velando al reloj, contándole todo el daño que le ha hecho. Muy parecido a Cinco horas con Mario. Descartar.

Se me ocurrió otra historia. Cogí mi cuaderno, me senté en el sillón y escribí: Un hombre está leyendo. Le molesta el ruido que hace el reloj de pared. Se le hace insoportable. Ese tictac repetitivo, monótono. Cuando no aguanta más lo tira al suelo, destrozándolo. Vuelve a leer. No puede concentrarse. Echa de menos ese ruido que antes le desesperaba. Levanta el reloj y coge los trozos, poniéndolos en su sitio. Las manillas marcan la hora en que se paró. Once menos cuarto. Se sienta frente a él y espera a que sea la hora.

Fui a mi estudio. No quería perder tiempo, tenía que escribir.

Estuve media hora escribiendo y borrando. Decidí dejarlo. Abrí el único archivo que tenía. La «r» parecía mirarme con altivez. Me surgió la idea para un relato. Un hombre escribe. Una hora, cuatro. En la pantalla, una «r». Sigue escribiendo. Las cinco, las siete. En la pantalla, una «r». Llega la noche. El cuello le duele, los músculos de los hombros tiran. Necesita un descanso pero sigue escribiendo. Mañana, mediodía, noche. Solo oye el ruido de sus dedos en las teclas de plástico. «La historia fluye», piensa y sonríe. En la pantalla, una «r». La mira, desafiante. «Levantarme, huir». Pero el hombre sigue; sigue escribiendo.



*De Eva María Medina Moreno. relojesmuertos@gmail.com










*



tu olor llegó en los ferrocarriles

o vino reptando bajo la tierra

o fue sacudido por el viento y cayó junto a las raíces

y se hizo flor

se parió piedra

sustantivó el grito azul del agua

solamente mi boca creciendo bajo la sombra del eucalipto

solamente mis manos,

ah, olorosa

mi gota hueso la sinestesia crepuscular de mi sangre o qué

tu olor llegó de áfrica en un cajón de frutas

del Asia

oh, olorosa

de la antigua hendidura de los mares

cayó en esa gota sementina de luna y diamante y furia

yo estiré el brazo abrí la carne y esperé

tu olor hizo sobre mi palma una pirámide oscura

que dejó en mi lengua

ah, vos, olorosa,

civilizaciones antiguas y rosas del futuro

y animales prehistóricos

que volvían a abrir los párpados bajo tu sexo /



*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar













***


"Hubo una vez un tiempo mágico

un farol encendido".

Yolanda Vale





EL TÚNEL*





Cae de bruces la tarde

resbalando mi interior

aleteando besos

sabor medio luto

corazón nadando a espaldas

río de muerte

combustión los huesos.



Humo ocre exterminador de sesos

pensamiento lapidado, ceniza

farol oscuro sin nombre.



As sacrificio

As conciencia

As memoria



¡Hago!

¡Hago!

¡Hago!



(Sin ases bajo la manga)



Alois retumba oídos

Alois resquebraja mis ojos

Alois rebanador de memoria



Alzheimer Progreso

Alzheimer Ovillos

Alzheimer Lamento



¿En cuál de los tres encaja mi nombre?



Entreabro la piel


...... TÚNEL VACÍO......



*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com

Puerto Ordaz, Venezuela

© 2013 Natalia Lara. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS












La tonta que ponía la plata*



*Por Juan Forn





En 1942, la vanguardia parisina había logrado llegar a Nueva York escapando de la guerra. Para los pintores norteamericanos fue tener a Europa en casa por primera vez: de Duchamp y Breton a Mondrian y Grosz. Primero fueron a venerarlos. Cuando se quisieron dar cuenta ya se la estaban midiendo con ellos y descubrieron que los europeos eran el pasado y ellos el futuro de la pintura. Es famoso el momento que lo condensa como ningún otro. Ocurrió en la galería de Peggy Guggenheim, un loft deforme en un séptimo piso de la calle 57, que su dueña puso en manos de Kiesler, el mago vienés de la escenografía. Kiesler tapió todas las ventanas de todas las salas, forró todas las paredes de paneles de madera curvados, donde se expusieron las telas sin marco. Las esculturas estaban en el piso, pintado de turquesa, o en valijas abiertas que podían convertirse en asientos improvisados. Se trataba de romper las barreras con el espectador, dejarlo entrar más. La gente podía tener la obra en la mano. Los artistas andaban por ahí, hablando entre ellos en francés, a veces discutiendo a gritos, a veces posando para la posteridad. Nunca se había visto algo igual, la gente iba en manadas. Durante seis meses de 1942 el espíritu loco del Montparnasse en los años ’20 volvió a vivir en ese loft de Nueva York. La polinización era tan intensa que Peggy tuvo la idea de hacer una muestra cruzada de “sus” vanguardistas europeos y los nuevos talentos norteamericanos. Planeaba titularla “Un problema para los críticos”.

Convocó a concurso y se puso de jurado junto a Mondrian y Duchamp. Siempre había hecho eso: rodearse de los que sabían, confiar ciegamente en ellos hasta el momento en que le venía el pálpito propio, al cual se confiaba, fuese genial o ridículo. Peggy G. padecía una nariz bulbosa, “fea como el pecado”, y un gusto igual de desafortunado para vestirse, pero también era muy graciosa y muy impúdica. Nunca le importó que la consideraran la tonta que ponía la plata, porque a los veintiún años, recién llegada a París, su tío Solomon el coleccionista le había dicho: “Comprar arte es lo único que evitará otra guerra”. Vale aclarar que Peggy era de la rama “pobre” de los Guggenheim: aunque mantuvo económicamente durante décadas a la anarquista Emma Goldman, a Djuna Barnes y a toda la familia Breton, el mito que corrió sobre ella en París (que heredaría setenta millones de dólares) estaba un poco sobredimensionado: lo que heredó fue una cifra doscientas veces menor, y se pasó la vida haciendo milagros para que esa platita alcanzara para todos. Porque aplicó al pie de la letra el consejo del tío Solomon: al heredar, se entregó a su famoso shopping-spree de “un cuadro por día” con la lista que le hizo el respetado Herbert Read (de la que ella tachó a Matisse y al Aduanero Rousseau porque no le daban moderno). La idea era conseguir un palacete en París para poner toda su colección y tener la casa llena de artistas, porque la idea era vivir ahí y estar siempre acompañada. Los nazis no le dieron tiempo. Cuando ya estaban a las puertas de París y el Louvre se negó a almacenar su colección (no la consideraron “material suficientemente artístico”), ella embaló sus seiscientas piezas en manteles y frazadas, las fletó a Nueva York caratuladas como enseres domésticos y se resignó a hacer realidad su sueño en un loft en lugar de un palacio, y en la ciudad que había abandonado por aburrimiento veinte años atrás (“Lo único que se puede hacer en NY es trabajar de nueve a seis y beber desde las seis en adelante”).

A treinta cuadras de su galería se alzaba el monumental Museo Guggenheim (“el garaje del tío Solomon”), con su edificio circular todo pintado de blanco y su disciplina prusiana. Pollock trabajaba en el subsuelo como operario, armando bastidores, cuando mandó su Stenographic Figure 1942 al concurso convocado por Peggy. Mondrian pasó un día por la galería a ver los cuadros que habían llegado. Peggy vio al venerable anciano ir de tela en tela hasta que se frenó ante el Pollock. Saltó de su silla a explicarle que ese engendro estaba colgado ahí sólo tentativamente, pero Mondrian contestó: “Si lo que veo en esta tela sale a la luz, va a ser el nuevo rumbo de la pintura”. Peggy se quedó contemplando el cuadro en silencio; al día siguiente fue solita al taller de Pollock y le ofreció pagarle durante un año para que se dedicara sólo a pintar cuadros para ella. Luego anunció a los diarios que le dedicaría la primera muestra individual de su galería (el primero de los cuadros famosamente enormes que pintó Pollock fue a parar al lobby del edificio donde vivía Peggy porque no entraba en la galería).

Mondrian murió meses después, no llegó a verlo, pero ya había hecho lo suyo. Pollock no volvió al subsuelo del Guggenheim ni para renunciar; dejó que se enteraran por radio pasillo de su nuevo status como paladín de la vanguardia. Nueva York empezó ese día a destronar a París como centro del mundo. Pero Peggy no disfrutó lo que había generado porque tuvo la peregrina idea de publicar su autobiografía, y dio pie a que la hicieran pedazos. La gracia mayor de Peggy entre sus amigos eran sus impúdicas confesiones amatorias. Nunca entendió por qué lo gracioso en forma oral fue considerado tan vulgar por escrito; lo cierto es que de la noche a la mañana se convirtió en el bochorno social y artístico de la ciudad. Cuando todos querían ir a Nueva York, ella partió a Europa con su colección, incluyendo los doce Pollock.

París le pareció muerta y Londres arruinada por los bombardeos, pero en Venecia encontró a buen precio un palacete blanco frente al Gran Canal, conocido como el Palazzo Non Finito, porque sus dueños originales se quedaron sin plata para hacerle el segundo piso. En la terraza de ese edificio petisón tomaba sol desnuda, a la vista de sus vecinos de ambos lados, la Prefectura y el consulado yanqui. Todos los atardeceres (“la hora de oro”) salía a pasear en su góndola privada, mientras dejaba abiertas al público las puertas de su palacio: los visitantes podía entrar hasta en su dormitorio, donde tenía un hermoso móvil de Calder y una pared entera dedicada a los estrafalarios pendientes que usaba en sus orejas. Con el tiempo, los cuadros empezaron a descascararse por la humedad, los sirvientes iban desapareciendo, sólo se servía sopa de tomate enlatada a los cada vez más escasos huéspedes y el jardín se iba poblando de pozos donde enterraba a los histéricos perritos lhasa que fueron su última debilidad (siempre tenía que tener catorce). El tío Solomon, que nunca le perdonó la vulgaridad, dejó órdenes estrictas de que ninguna pieza de Peggy se exhibiera nunca en su Museo, pero Peggy murió última y rió mejor: esperó y esperó hasta que, a fines de los ’70, ya enterrado el tío Solomon, le ofrecieron el Museo entero para una muestra dedicada a ella y además la Fundación Guggenheim anunció con bombos y platillos que a su muerte se haría cargo tanto de la colección como del palacio, donde terminaron gastando en la restauración de los cuadros y del edificio la fortuna que Peggy nunca llegó a tener en vida.



















LAS PUTAS SE PINTAN ROJO*



El bramido regresa. Alga marina y fango.

Detrás, una cara. Hombre de tinta.

Lo acompañan otros, muchos…

De dos en dos, a veces tres.

Llegan por una rúa insomne.

Pasan por un frágil puente de madera.

Madrera de saudades.

No entiendo sus palabras.

Sus confusos silencios que me nombran.

Y que gritan. Que dicen tiza. Azafrán. Zozobra

Campanario. Infancia que no vuelve.

Siento el olor a sándalo.

A velas y antorchas incendiadas.

Rojo sangre pasión.

No, niña, solo las putas se pintan de rojo.

Hay un acre sabor dulce que hostiga, sin parar.

También un niño ciego.

En mi pecho dos girasoles negros.

Una caja. Un ataúd. Un féretro.

No, no. Estoy viva. No.

Me golpean en la boca del hambre.

Un hombre pregunta porque calla Dios.

Y no se que decirle.

Y callo. Una y otra vez. Callo.

Baja la frente. Alarga la pollera.

Ponte zapatos de arpillera.

Y me muerde una marea de alas de cigüeñas.



El bramido es una zarza ardiendo.

No se va con los hombres.

Vienen de dos en dos, a veces tres.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
















El precio de los regresos*



Cuando partí no sabía
el precio de los regresos.

Ignoraba que hay monstruos
bajo la superficie
cuya visión no puede
soportar la razón.

Que la luz no penetra
las simas abisales
donde el Olvido acecha.

También desconocía
que las mareas traen
decepciones sin nombre
entre coral y espuma.

(No sabía tampoco
que todo viaje es largo
cuando es en soledad)

He aprendido que toda
navegación esconde tempestades
y crepúsculos negros;
que la ruta
es un capricho de los dioses
y el tiempo un aliado del naufragio.

Pero Ítaca exige tales pruebas.
No todos los viajeros
gustarán los manjares del retorno.


-De "Arenas de Ítaca"

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com











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